Poesía (cuento finalista del Concurso "Entre líneas")
(Se puede leer escuchando la música del vídeo final) Se encontró con el hombre
completamente esférico, desaliñado y en chanclas que todas las noches dormía
las sucesivas borracheras en un banco de la calle Embajadores, en la tienda de
los pollos asados. Él estaba recitando poemas del marqués de Santillana a una
atónita mujer vestida con el traje típico de algún país andino. – ¡Lavapiés es
un sinsentido magnífico, no hay duda!!!! – Se dijo, pero ya no pudo deshacerse
del sonido de aquellos versos en todo el día.
Volvió a verlo dormido en su banco
varias noches al volver a casa y cuando ya pensaba que la historia que
recordaba, probablemente no había ocurrido, se tropezó con él en la farmacia, declamando
a Machado con aquella hermosa y profunda voz que parecía proceder de otro
cuerpo, ante un público absorto de pensionistas con recetas.
No se atrevió a interrumpir a
pesar de que necesitaba, cada vez más, una explicación y, al acabar los poemas,
el pudor la obligó a abandonar la farmacia sin haber descubierto nada de la
doble vida del misterioso rapsoda.
La tercera vez, lo vio desde
el coche y no pudo escuchar el poema, pero era obvio que la mujer que tenía
delante le atendía con fascinación, totalmente inmune a su apariencia.
Empezó a recorrer
obsesivamente la zona buscándolo con la esperanza de volver a oírlo recitar,
pero él parecía esconderse durante el día para reaparecer por las noches
dormido en el banco, tan cercano al coma etílico que hubiese resultado inútil
cualquier tentativa de reanimación.
Preguntó en el asador de
pollos: no, no lo habían visto antes, había entrado siguiendo a aquella mujer
recién llegada al barrio, le había dicho sus poemas y se había ido. Una
conversación con la dueña de la farmacia tampoco aclaró nada: había entrado
varias veces, siempre siguiendo a mujeres de todas las edades y después de
recitar una o dos piezas que ellas, en todos los casos, habían escuchado embelesadas,
se había ido despidiéndose con un gesto leve de cabeza.
Una de aquellas noches, por
fin, se paró a contemplarlo mientras dormía y ya no pudo dejar de hacerlo:
siguió observándolo noche tras noche, memorizando cada milímetro de su rostro
abotargado, la barba de un día, el enorme cuerpo redondo, las chanclas de las
que asomaban mugrientos calcetines. Le costaba asociar aquella imagen con la
voz profunda y hermosa de su recuerdo, cuya ausencia cada vez le dolía más,
pero aquel cuerpo inerte era la única prueba de que realmente existía, de que
la había oído.
Cuando empezó el frío y se
descubrió a sí misma arropándole con pasión de amante con su mejor edredón arrancado
minutos antes de su propia cama, sintió un horror tan profundo que decidió no
volver más al banco, una resolución que consiguió mantener durante una
interminable semana en la que leyó casi toda la estantería de poesía de la
biblioteca del barrio, sólo para confirmar que lo que necesitaba no estaba
allí.
La octava noche volvió, pero
él ya no estaba; en el bar le dijeron que una ambulancia se lo había llevado
días atrás porque los jubilados que ocupaban el banco durante el día habían
comprobado al llegar por la mañana que ya no había interrupción entre sus
estados nocturnos de inconsciencia.
Viuda de aquella voz que nunca
más volvería a oír, se encerró en casa, incapaz de trabajar, de leer, de vivir…
Sus amigos, hartos de luchar contra algo que no comprendían, fueron rindiéndose
poco a poco, viendo como se consumía.
Un día, uno de ellos, que
conocía su historia, le hizo escuchar un audio-libro de poemas de Machado,
recitados por un actor de voz grave. ¡No era lo mismo! Pero consiguió que se
levantase de la cama. Así que al día siguiente le llevó otro, esta vez de Lorca
y ella se duchó, se vistió y bajó al supermercado a hacer la compra. Después
del tercero, ya fue ella la que empezó a ir a buscarlos a la biblioteca, a
comprarlos, a bajárselos de Internet: las voces la arrullaban, le ayudaban a
superar el dolor, le daban sentido y belleza a las palabras, ellas eran la
poesía.
Buscó fotos de sus actores
favoritos, de hombres desconocidos, para contemplarlas mientras escuchaba las
grabaciones una y otra vez, pero después de varios días, comprendió que nunca
podría imaginar las voces en otro cuerpo que aquel que había memorizado en
tantas noches junto al banco, así que dejó de intentar ponerles rostro.
Y un día lo oyó de nuevo.
Estaba, como ahora hacía siempre que podía, sentada en el sillón de su casa
escuchando poemas y su voz volvió a envolverla. Las lágrimas la cegaron
mientras absurdamente intentaba leer un nombre que no conocía escrito en la
carátula del audio-libro que había traído de la biblioteca, hecho años atrás por
los alumnos de un taller de verso.
Después de intentar sin
resultado saber algo más sobre aquellos alumnos perdidos y de buscar en vano un
ejemplar por todas las librerías, pagó la multa correspondiente a la
bibliotecaria tras contarle una historia increíble sobre lo que su perro había
hecho con el audio-libro y se quedó con él.
Ahora ha vuelto a su rutina de
siempre, pero como no se resigna a que, aunque bellísimos, el repertorio de su
amante sólo incluya tres poemas, sigue buscando en las bibliotecas, en las
librerías, en Internet, por que está segura de que, en algún momento de su vida,
aquel hombre completamente esférico y desaliñado debió de participar, sin ninguna
duda, en otro taller de verso…
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