domingo, 3 de junho de 2012

Tres generaciones


Andrea, quince años, se despierta a las siete y media con el sonido de la alarma de su iphone (su madre ya se ha ido a trabajar), se viste deprisa, enciende su ipod y mientras mordisquea unas galletas dietéticas, recoge su mochila, su abono transporte y las llaves y sale corriendo hacia el metro que la llevará al instituto. Está cansada porque ayer se quedó conectada al Facebook hasta las tres; cuando vuelva, se calentará algo en el microondas, dormitará un poco delante de la televisión (en casa tienen una de plasma y canal digital) y volverá a conectarse a Internet hasta que llegue su madre del trabajo y tengan la bronca diaria para que haga los deberes. Los fines de semana sale: hace botellón con sus amigos, porque en la mayoría de los sitios todavía no les dejan beber y además porque es mucho más barato y como ahora tampoco dejan fumar… Tiene novio, una amiga del alma, su madre le ralla, odia las matemáticas y la de inglés le tiene manía.

            

Carmen, cuarenta y seis años, no consigue acostumbrarse al sonido estridente del despertador, querría volver a ser una niña y que su padre la despertase con un beso antes de irse al despacho y que su madre les pusiese el Colacao y las tostadas a ella y a sus hermanos, todos sentados en la mesa de la cocina antes de ir al colegio. Se siente culpable por no poder hacer lo mismo con su hija Andrea, se siente culpable por tener que ir a trabajar, por no poder hacerle el desayuno ni la comida, por permitir que pase sola la mayor parte del día, por querer vivir un poco de su propia vida, por discutir con ella los pocos momentos que pueden pasar juntas. Pero es que, ahora es tan distinta la vida y apenas ha pasado tiempo: se mira al espejo y se ve joven, nada que ver con su propia madre que a los cuarenta parecía una vieja, siempre en casa, limpiando y cocinando para ellos. Sigue recordando mientras se viste: colegio por la mañana y por la tarde y a la vuelta la merienda, los deberes y si te habías portado bien, un rato de televisión, dos canales en blanco y negro, y en vez de mando a distancia, cualquiera de los cuatro hermanos, el que el padre tuviera más a mano para decirle: "cambia de cadena" o "súbele la voz". Después a la cama, un rato de lectura y a dormir. Viernes y sábado salida con los amigos, tomaban vino porque el vaso costaba diez pesetas y los refrescos cincuenta y no había ninguna ley que prohibiese servir vino a los menores; y con lo que costaba una coca cola podían pasar la tarde en cinco bares. Tenía novio, una amiga del alma, discutía todo el día con su madre, odiaba las matemáticas y la de francés le tenía manía.

                        

 Elvira, setenta y dos años, se despierta todos los días como un reloj a las ocho de la mañana, la hija que vive con ella desde que enviudó se lo reprocha con cariño: “¿para qué te levantas tan temprano? ¿Te lloran los niños? ¡Claro tienes tantísimas cosas que hacer!!! Anda, vuelve un rato para la cama, que luego te vas durmiendo por las esquinas”, pero no puede, lleva toda una vida levantándose temprano, primero en la aldea cuando la despertaba el canto del gallo y después ya en la ciudad, en los primeros años de matrimonio, cuando tuvo que aprender a despertarse sola porque no tenían dinero para comprar un despertador que en aquellos tiempos era un artículo de lujo. El mundo ha cambiado tanto desde que tenía la edad de su nieta que ha agotado su capacidad de asombro. Aún recuerda la sensación que sintió la primera vez que escuchó música saliendo de “unos algodones” puestos en las orejas, o eso es lo que le pareció cuando su hija le puso los auriculares de un walkman para que escuchase un concierto de su coro ¡y ahora está yendo a clases de informática en el Centro de mayores del barrio! Cuando tenía quince años, en su casa no había lavadora ni nevera, no existía la televisión y la casa de sus abuelos no tenía luz eléctrica y el agua había que sacarla del pozo. Si algún día le preguntaran a quién haría un monumento, ella no vacilaría: a los inventores de la lavadora y de los pañales, las compresas y los pañuelos desechables “¡mira que no he lavado yo cientos no, miles, en mi vida, y el asco que me daban los pañuelos al principio! No sabéis la suerte que tenéis, ni Internet, ni móvil, ni televisor en color, el mejor invento, la lavadora, sí señor, y los pañales, porque te sale una niña meona como mi Carmen…!!”.

                         

Elvira dejó la escuela a los doce años, porque se cansó de caminar los doce kilómetros que había hasta el centro escolar, porque odiaba estudiar y porque en casa iban haciendo falta unos brazos más para atender al ganado y a los hermanos que seguían naciendo, así que a los quince ya estaba deseando perder de vista a los niños, a los animales y las discusiones con su madre; pero mientras sus antiguos compañeros de juegos iban emigrando a otros países o a la ciudad para trabajar o continuar sus estudios, ella tuvo que esperar a que su novio (tenía novio y amiga del alma y la sacristana le tenía manía y por eso la criticaba) volviese de la mili para casarse y poderse ir a la ciudad.

Y ahora, piensa en sus hijas y en sus nietas y en el mundo que se ha transformado tan de prisa y siente un poco de vértigo, pero al mismo tiempo comprende que lo fundamental sigue siendo tan igual, que se siente con fuerzas para afrontar cualquier cambio que pueda venir. Enciende el ordenador, busca en Facebook el nombre de su nieta, le envía una solicitud de amistad y sonríe satisfecha ¿quién ha dicho que Internet no es para viejos?

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